¿Por qué los triunfos de los deportistas también son nuestros triunfos?

(Por David Bueno i Torrens, Universitat de Barcelona) Hace ya bastantes años que el manacorí Rafa Nadal se ganó un merecido puesto en la historia del tenis, y a pesar del paso del tiempo su leyenda no ha hecho más que crecer.

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Considerado como uno de los mejores tenistas de todos los tiempos (y sin lugar a duda el mejor de toda la historia en pistas de tierra batida), ostenta el récord masculino de victorias de Grand Slam, con 22 a sus espaldas. Hace tan solo unos días ganó el torneo de Roland Garros por decimocuarta vez, siendo el tenista que más veces lo ha conseguido.

Cada vez que llega a una final, e incluso antes, cuando se acercan las semifinales, miles de manacoríes, centenares de miles de baleares y millones de españoles vibran de emoción. Y se reúnen frente a pantallas para celebrar como suya la victoria.

Pero ¿por qué nos emocionamos así con los triunfos de los deportistas o de los equipos deportivos de nuestro entorno? Sin duda, el contagio social es importante. Pero también hay unas raíces cerebrales muy profundas detrás de este fenómeno.

Competición, cortisol y serotonina

Se ha visto que las competiciones deportivas afectan el estado hormonal, tanto de los jugadores como de las personas que las siguen. Repercuten en la neuroquímica del estrés y de las emociones, además de afectar al estado de ánimo e incluso a las hormonas sexuales. También en los jugadores de tenis.

Empecemos por los deportistas. Durante una competición deportiva, los jugadores experimentan cambios en los niveles sanguíneos de testosterona y de otros andrógenos. Aunque ambas hormonas suelen ser más abundantes en los hombres que en las mujeres, están presentes en ambos sexos. Aparte de regular algunas funciones reproductoras y de la conducta sexual, desempeñan un importante papel en la modulación de la agresión.

Antes de la competición se produce un ligero incremento de estas hormonas, una reacción fisiológica anticipativa cuyo objetivo es preparar al organismo para que cuente con los recursos energéticos y el estado de alerta adecuados para hacer frente a la competición que se avecina.

Paralelamente, también se ven afectados los sistemas neurohormonales del estrés. En la mayoría de los jugadores se detecta –antes y durante el partido– un aumento del cortisol, una hormona asociada al estrés. Y, al finalizar la contienda, éste vuelve lentamente al nivel basal.

Curiosamente, en algunos estudios se ha observado que los deportistas de élite tienen niveles de cortisol más bajos que la media de la población. Eso indica que parte de su éxito se debe al control mental que ejercen sobre el estrés.

Si finalmente el jugador gana el encuentro, en su cerebro aumenta enormemente el nivel de serotonina, un neurotransmisor que promueve sensaciones satisfactorias, de euforia y de aumento de la autoestima.

Todo ello se acompaña de modificaciones en la activación de determinadas áreas cerebrales como la amígdala, que está implicada en la generación de los estados emocionales; la corteza prefrontal, que modula dichas respuestas; y el cuerpo estriado, que genera las sensaciones de recompensa y promueve la anticipación de recompensas futuras.

Hinchas argentinos en Buenos Aires durante un partido del Mundial de Fútbol de 2014. Shutterstock / sunsinger

El deporte nos une y cambia nuestro cerebro

Pero, sin duda, lo más curioso sea que los espectadores de los encuentros deportivos y los seguidores que están pendientes del resultado, aunque no estén observándolo directamente, muestran unas respuestas neurohormonales muy parecidas a las de los jugadores. Eso sí, algo menos intensas.

Eso significa que, antes y después de la contienda, los seguidores de un deporte experimentan un ligero aumento de estrés. Además, durante el encuentro deportivo, su cerebro se inunda de sensaciones de recompensa, satisfacción e incluso euforia si el jugador o el equipo que ha ganado es el que se siente como propio.

Y aquí está el otro elemento importante: sentir que el jugador o el equipo que gana es el propio. En este aspecto interviene otra característica biológica de nuestra especie: el tribalismo. Somos una especie grupal, con una tendencia innata a vivir en grupos y a apoyarnos dentro de nuestro grupo unos a otros para la supervivencia común. Es un aspecto biológico de comportamiento que hemos heredado de nuestros antepasados.

Pues bien, se ha visto que tenemos una predisposición genética a la necesidad de sentir que pertenecemos a un grupo y de identificarnos con él. En el ser humano moderno, las tribus serían las naciones, los grupos lingüísticos, los sindicatos profesionales, las ideologías, las religiones, las asociaciones relacionadas con cualquier afición y, cómo no, los deportistas y los equipos deportivos.

Son unas tribus que se entrelazan entre sí, puesto que uno puede sentirse de una nación o de otra, tener una ideología u otra, pertenecer a un grupo lingüístico o a otro, tener una afición u otra, todo ello de forma más o menos confluyente. De hecho, tanto los deportistas de élite, como Rafa Nadal, y equipos deportivos, como por ejemplo los de fútbol, suelen identificarse a menudo con una nación o comunidad, y promueven la pertenencia a un grupo.

Cuando ellos ganan una contienda deportiva, también lo hacen sus seguidores. No es solo una victoria individual, sino de toda la tribu. La testosterona y la serotonina aumentan a la vez en los jugadores y sus seguidores. Eso les produce emociones satisfactorias compartidas, tanto de euforia como de autoestima.

En el lado opuesto, después del partido, los jugadores que han perdido experimentan una disminución de testosterona y de serotonina. Lo mismo, aunque también con menor intensidad, les sucede a sus seguidores. Eso explica que las victorias y las derrotas influyan sobre el estado de ánimo colectivo.

Los triunfos de nuestros deportistas son también nuestros triunfos.

David Bueno i Torrens, Profesor e investigador de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo. Director de la Cátedra de Neuroeducación UB-EDU1ST., Universitat de Barcelona

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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