El debate sobre los fondos públicos que en estos días involucra a la Ciudad y a la provincia de Buenos Aires evidencia la urgencia de que el país discuta el fondo de la cuestión: una nueva norma para la distribución federal de los recursos.
Avanzar en ese sentido es un mandado que hemos incumplido durante casi 25 años. La Constitución de 1994 ordenó acordar y aprobar, antes del fin de 1996, una nueva ley que fije “criterios objetivos de reparto”, para que la distribución de recursos sea “equitativa, solidaria y dé prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional”.
Pero además es una necesidad política imperiosa para que esas reglas objetivas ayuden a ordenar también la forma en la que se relacionan políticamente las jurisdicciones y sus líderes, hoy condicionada por el manejo discrecional de recursos.
No por repetitivos hay que dejar de mencionar algunos de los números que muestran las asimetrías que persisten y que se han ido agudizando en las últimas décadas: el PBI per cápita de la ciudad de Buenos Aires es ocho veces más grande que el de la provincia con menor ingreso, Formosa; y cinco veces y media mayor que el de mi provincia, Salta. Esa métrica se repite en una multiplicidad de indicadores, ligados de manera directa al bienestar de la población y la capacidad de generar desarrollo económico. En Argentina, por ejemplo, cinco provincias (la ciudad y provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza) que ocupan un quinto del territorio concentran más del 80% de los depósitos privados y el 75% de las empresas privadas formales.
El aumento de coparticipación del 1,4 al 3,7% a la Ciudad de Buenos Aires decretado por el gobierno anterior fue a todas luces injustificado. El traspaso de una división de la Policía Federal asignada a la Capital Federal no ameritaba semejante aumento de recursos a un distrito que tiene la menor dependencia de recursos coparticipables en su presupuesto. Por caso, la mayoría de las provincias tuvieron que hacerse cargo en la década de los ’90 de la educación y la salud sin recibir recursos extra. El consenso fiscal de 2017 apenas redujo ese porcentual marginalmente, al 3,5%, pero no enfocó tampoco el fondo de la cuestión.
Si bien la decisión del gobierno nacional va en el camino correcto en términos de subsanar aquella inequidad, es apenas una gota en un desierto de desigualdades que un nuevo convenio de coparticipación tiene que atacar de raíz. Si el punto porcentual que se deduce hoy de la coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires va a ir, en última instancia, a pagar el funcionamiento de la policía de la provincia de Buenos Aires, ¿acaso no podrían tener la misma pretensión otros distritos? ¿Por qué no podrían esos recursos pagar la policía de Salta o de alguna otra provincia?
Los constituyentes del 94 le pusieron una vara alta al sistema político: la nueva ley de coparticipación tiene que ser sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara y también ser aprobada por las provincias. La búsqueda de ese consenso, aun en momentos en los que predomina la llamada “grieta”, es fundamental para que la discusión sobre la distribución federal de recursos deje de judicializarse y encuentre una solución desde la política.
La Constitución no sólo declama federalismo en su artículo primero, sino que contiene múltiples indicaciones en esa dirección, muchas de las cuales seguimos ignorando. Entre ellas, por ejemplo, hay un artículo olvidado que ordena al Congreso a crear y reglamentar un banco federal con facultad de emitir moneda, seguramente inspirado en la Reserva Federal de los EEUU. La discusión, acuerdo y sanción de una nueva ley de coparticipación debería ser un primer paso de muchos que nuestro país tiene que dar para ser de una vez por todas federal. No es admisible seguir ignorando estos mandatos, que incluyen el remedio a gran parte de los males que aquejan de manera recurrente a la Nación.
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